jueves, 17 de enero de 2008

CINE - Café de los Maestros, de Miguel Kohan: El sabor de Buenos Aires


Inducido por la ingesta de vaya a saber qué hongo, y a propósito del estreno de su última película en Buenos Aires, Luces al atardecer, el director finés Aki Kaurismäki lanzó como una molotov una declaración que tanto puede sonar a chiste como a compadreada, según quien la escuche: que el tango no habría nacido a la vera del Plata sino bajo el sol de medianoche de su Finlandia querida, y que la versión porteña es apenas su remedo. Y tiene que ser chiste nomás, porque justamente Luces al atardecer lleva la marca de un par tangazos, uno más porteño que el otro: Volver y El día que me quieras, cantados por el propio Carlitos en sus versiones originales. Suerte de contragolpe letal para desarticular esa hipótesis, Café de los Maestros es un documental que nació como complemento de un proyecto del siempre inquieto Gustavo Santaolalla, quien se propuso juntar (y lo consiguió) a los hombres más emblemáticos de la época de oro del tango -algunos de ellos auténticos mitos, como Mariano Mores, Horacio Salgán o Leopoldo Federico, entre otros héroes- en un ensamble musical irrepetible, y registrar el encuentro en un disco que bien puede considerarse único, igual que esta versión fílmica. ¡Cómo el tango no va a ser argentino y porteño, Kaurismäki, viejo! -parecen decir de coté cada uno de los fotogramas de Café de los Maestros-, “si el tango es lo único que no le consultamos a Europa”. Esto último lo afirma la voz de Tom Lupo, invocando a Macedonio durante la presentación que se hizo de Café de los Maestros hace unos años, en el teatro Colón. Un broche de oro.
Y si la idea inicial es oportuna -juntar esa selección de Maestros, símbolo vivo de una época-, el resultado final no puede ser más rotundo: un paseo al natural por la esencia de una ciudad y sus habitantes. Porque después de ver Café de los Maestros no caben dudas que de lo que se trata es de justificar, una vez más, esa unión indisoluble que a veces se produce entre una comunidad y una manifestación artística tan en la carne, que es a la vez parte y espejo. A modo de un cuaderno de memorias, unos y otros van tejiendo con sus comentarios y ejecuciones un mapa perfecto del corazón del tango: desde Juan Carlos Godoy y sus apuntes burreros que mezclan caballos falopeados con una fortuna que sopla donde quiere, a Oscar Ferrari cantando a capella, con el coliseo de la Bombonera de fondo; o el perfil arrabalero de Virginia Luque, heredera legítima al trono de morocha indomable que dejó vacante Tita. O las menciones permanentes a aquellos próceres que marcaron su tiempo de grandes orquestas: Pichuco, Pugliese, D`arienzo, De Angelis. Un subrayado que por otra parte manifiesta una posición clara frente a una vieja discusión, y que sin quererlo resalta el nombre del ausente, un tal Astor…
No hace falta ser ni conocedor ni fanático del tango para disfrutar de este Café de los Maestros, porque más allá del género, de lo que se habla acá es de la pasión de un pueblo, de la nostalgia por un pasado que siempre será mejor, del berretín de la memoria individual y colectiva, llenando el presente de sangre nueva. Basta con escuchar a esos viejos diciendo una y otra vez que el tango es su vida, nada menos, que no hay forma de separar una cosa de otra. Y alcanzan un par de acordes para caer rendidos ante la evidencia: el tango es la vida de todos, de cada uno de los que damos vueltas por esas calles de esquinas mugrientas que el director Miguel Kohan utiliza para ilustrar con elocuencia, los fragmentos musicales que los protagonistas van enhebrando, en un rosario de certeras postales del tango y de la ciudad que lo parió. Diga lo que diga un finlandés.

(Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos, de Página 12)

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