jueves, 12 de noviembre de 2009

CINE - El viento que acaricia el prado (The wind that shake the barley), de Ken Loach: El viento que huele a dolor


La libertad es un derecho invalorable. Aquí y ahora, en esta Buenos Aires que hace veinticinco años era toda hedor de muertos bajo la alfombra, ella, la libertad, parece un sobrentendido tan obvio que no la presentimos sino hasta que las calles cortadas no nos dejan llegar al country. Para otros, la libertad fue aquel deseo desgarrador con el que se fueron a la tumba. Tal vez unos y otros no somos tan distintos:todos queremos libertad; lo que cambia es el contexto, el por y el para qué de la libertad que deseamos.
El contexto de la Irlanda de los años ´20 era demasiado complejo, social y políticamente. Habían pasado dos años del final de la Primera Guerra Mundial - la Gran Guerra en ese entonces -, la peor de las plagas desatadas sobre la humanidad, diseñada por el hombre mismo, igual que el automóvil, el cine y otros artificios propios del siglo XX; una idea valuada en tantos millones de vidas humanas. Ese valor hoy puede saber a poco, habida cuenta de que la vida humana es una moneda tan sujeta a devaluaciones como todas las demás.
El caso es que el final de esta guerra trajo al Reino de la Gran Bretaña otros problemas accesorios a los causados directamente por la acción bélica. Uno de ellos fue la masiva desocupación del aparato militar más poderoso de la época (Inglaterra todavía era el Imperio, la mayor potencia económica y militar del planeta): conseguida la paz y la victoria, millones de soldados se encontraron sin ninguna tarea útil que hacer en nombre del rey. Como en algunos de sus territorios sometidos, como Irlanda (bajo dominio inglés desde el siglo XII) o la India (colonia desde mediados del siglo XVII), los pueblos nativos habían aprehendido una extraña nostalgia por su lejana libertad, el Imperio utilizó gran parte de los recursos humanos de sus milicias en reforzar las fuerzas de ocupación en sus colonias.
Con el antecedente de la revolución rusa, los sueños de liberación del Imperio y de un gobierno republicano e irlandés, se alimentaron en esos siglos de yugo, de desprecio y de violencia. En ese contexto nace el IRA (Irish Republican Army, o Ejercito Republicano Irlandés).
Y ese es el contexto en el que se desarrolla la última película del laureado director inglés Ken Loach, El viento que acaricia el prado, ganadora nada menos que de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, uno de los premios más prestigiosos del mundo del cine.
La historia está centrada en dos hermanos irlandeses pertenecientes a un recién nacido IRA, a partir de cuya relación y de cómo sus ideales se van modificando con el devenir de la circunstancias políticas, el director logra trazar astuta y finamente una metáfora acerca del quiebre fraticida que todavía divide a Irlanda, no sólo de modo geopolítico sino también, a través de la religión, de una manera intestina, ideológica, familiar.
La película es bienvenida desde lo fílmico: bellamente fotografiada, actuada con eficiencia y narrada con sobriedad, contiene todos los ingredientes dramáticos para conmovernos. Sin embargo, el máximo logro de El viento que acaricia el prado resulta el de exponer a la vista y a la consideración de todos el problema de la libertad, una circunstancia humana antes que política.
Porque puede ser cierto que desde un punto de vista extremo la libertad pueda ser vista como el derecho de hacer lo que el deseo mande. Tan cierto como que los problema comenzarán cuando dos deseos se encuentren en pugna. Entonces tal vez no se trata de ver en esta película una crítica a la política británica o un apoyo a la causa del IRA, sino más bien de un intento por dilucidar cuál es el límite de la libertad.
Como toda buena metáfora, en donde las redes textuales nos permitirán siempre ir un poco más allá, este asunto de los excesos del poderoso también se puede transpolar a la situación actual. Le guste o no a muchos ingleses, los excesos de poder sin duda han sido la causa de las muchas convulsiones dentro del Imperio, sobre todo durante la primera mitad del siglo XX. Al conflicto irlandés podemos sumar el liderado en esa misma época por Ghandi en la India, o la guerra de los Boer en Sudáfrica, algunos años antes. Todas ellas, con sus excusas económicas, reacciones obligadas de pueblos en busca de su libertad.
Quizá sea cuestión de volver a mirar algunos conflictos de la actualidad, y preguntarse con toda intención si algún nuevo imperio no estará generando reacciones similares. Reacciones excedidas, claro, como excesivas son siempre las condiciones de todo sometimiento. Empujados bajo el agua, y llegados al punto en que la falta de aire nos queme en la sangre, difícilmente reparemos en el daño que podamos provocar a quien nos jala contra el fondo: sólo importa volver a respirar.
Lo que está en juego es la libertad, siempre la libertad. Es evidente que todavía queda alguien que cree que la nuestra vale menos que otras, sin notar en su torpeza, que la libertad es única, el mismo viento para todos los prados.


Artículo publicado originalmente en www.informereservado.net

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