jueves, 14 de enero de 2010

CINE - Buenas costumbres (Easy Virtue), de Stephan Elliott: Trapitos al sol


De manera involuntaria, esta jornada de estrenos aparece convertida en una suerte de homenaje a la cultura victoriana. Ligadas directamente a ese período se encuentran Sherlock Holmes, la película de Guy Ritchie basada en los personajes creados por el sir escocés Arthur Conan Doyle, y mucho más La joven Victoria, biopic dedicada a los primeros años del largo gobierno de la popular reina británica. Basada en una pieza teatral del también sir, pero en este caso de pura cepa inglesa, Noël Coward, Buenas costumbres ubica su acción a mediados de la década del 20. Y aunque la era victoriana moría con la vieja reina a principios del siglo pasado, su crisis de valores y su influencia se extendieron hasta bastante después de aquellos años. Esa crisis cultural es el vórtice de Buenas Costumbres.
“Todos tenemos una suegra” ha dicho uno de los productores de la película, dando una pista acerca de cuál será la vena por la que fluirán los conflictos que la trama irá presentando. Pero para que una suegra tenga razón de ser en tanto entidad diabólica, precisa por necesidad de un yerno o, en este caso, una nuera. Y si algo queda claro ya al comienzo, es que mrs. Whittaker, además de una decadente lady inglesa, es también una bruja. John, su hijo mayor que anda de viaje por Europa, sin mediar consulta familiar alguna acaba de casarse con Larita, una norteamericana liberal algo mayor que él, dedicada a la viril actividad de las carreras de autos. Y ahora vuelve al hogar familiar, un palacio venido a menos en la campiña británica, en busca de aprobación para su inesperado matrimonio. El problema es que, como todo primogénito de familia noble, la señora Whittaker espera que su único hijo se haga cargo de sostener e incluso salvar de la miseria su apolillado linaje.
La película irá detrás del elegante, feroz tironeo del que comienza a ser objeto John, en una familia que incluye un padre traumado por la Gran Guerra, una hija depresiva y otra media lerda, un mayordomo con algún punto de contacto con el mozo de La fiesta inolvidable (Blake Edwards) y Poppy, un perrito que se lleva la peor parte en, debe decirse, un gag resuelto con poca clase. Buenas costumbres se debate así entre esos desaciertos ocasionales y las permanentes acotaciones cargadas de ironía y sarcasmo, tan habituales en autores victorianos. Porque aunque Noël Coward y su obra tengan peso propio, no dejan de venir a la mente tantos hermanos mayores, de Oscar Wilde a Bernard Shaw y sobre todo, los magníficos relatos de Saki.
Como El fantasma de Canterville, Buenas costumbres refleja el declive de la decadente cultura imperial inglesa, ante el avance renovador de la nueva potencia norteamericana. Un “Liberalismo vs. Conservadurismo” que se hace manifiesto en situaciones y diálogos que ven de modo crítico a una y otra cara de ese ente bipolar, que es la cultura anglosajona. Y si por un lado lady Whittaker tilda de pornográfico a algún texto de Proust (una connotación similar merece El amante de lady Chaterley, de D.H.Lawrence), también recibirá la burla ácida el norteamericano Día de Acción de Gracias. “¿Gracias por qué?” pregunta uno; “por la aniquilación de todo un pueblo indígena”, responde el desencantado padre de la familia Whittaker.
Ante las buenas actuaciones de los eficientes Kristin Scott Thomas y sobre todo Colin Firth, y el justo desempeño del resto del elenco británico, el trabajo de la bonita Jessica Biel queda reducido a una serie de tics algo mecánicos; la mencionada escena del perrito es epítome de este asunto. Por lo demás, son para destacar algunas destrezas visuales, de fotografía y de montaje, que terminan por hacer de Buenas costumbres una alternativa válida para quienes busquen una comedia que se salga, un poco, del bombardeo de gags mediocres a los que suele reducirse mucha comedia moderna.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos del diario Página 12.

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