sábado, 2 de octubre de 2010

LIBROS - Entrevista con Elsa Drucaroff, autora del libro El último caso de Rodolfo Walsh: El valioso juego de convertir al escritor en personaje

Buenos Aires es un animal vivo. Una bestia mitológica a la que basta con cortarle una de sus cabezas para que de su tallo le florezcan dos o tres nuevitas. Da la impresión de que se la podría demoler completa cada noche y aun así, como en un cuento fantástico, la Perla del Plata seguría amaneciendo en pie. Sin dudas, un monstruo semejante habrá cambiado mucho en los últimos 40 años y, siendo la misma, sin dudas la ciudad es otra. Sin embargo, hay cosas que nunca cambian: los paredones descascarados; los baches en las calles, inmunes a los cambios de gestión; el olor de algunos barrios. Y no es sólo una cuestión de fisonomía.
San Juan y Boedo, por ejemplo: cualquiera sabe que hoy el lugar es muy distinto de ese perfil que le dibujaron el tango, el fútbol o las memorias abnegadas. Así y todo sigue siendo un vértice clásico de esa Buenos Aires de leyenda en la que los porteños creemos, preferimos vivir. San Juan y Boedo antiguo y más allá: algunos cafés que resisten la invasión calculada del Wi Fi y del neón, presumiendo de sus mesas firmes de madera y de los fileteados que certifican su pedigree de arrabal. En uno de ellos espera Elsa Drucaroff, escritora pero también docente e investigadora, quien acaba de publicar la novela El último caso de Rodolfo Walsh (Paidós, 2010), que tiene como protagonista al autor que supo narrar la violencia política, el misterio policial o los avatares de la vida en un colegio pupilo para chicos irlandeses con la misma exquisitez. No está mal que San Juan y Boedo sea el lugar elegido para juntarse a hablar de Walsh, un nombre-portal que Drucaroff aprovechó para ir más allá de la anécdota, del género, del personaje: el lugar perfecto para hablar de historia.
La autora realiza una operación interesante en El último caso de Rodolfo Walsh: pone al conjunto de todos los Walsh posibles (el escritor, el periodista, el militante, el investigador, el padre) al servicio de una nueva categoría de Walsh –el personaje–, que engloba a los demás y genera la posibilidad de una voz distinta. Una voz de ficción para recrear el momento más doloroso en la vida del escritor: la muerte de su hija Victoria –que como él militaba en Montoneros–, durante un desigual enfrentamiento con un batallón del ejército, a finales de 1976. Padre putativo del Non Fiction, Walsh tal vez hubiera aprovado el truco. “Algo hay que pasa por mi relación con Walsh como lectora. Me sentí muy llamada por él a partir de haber trabajado su literatura en el profesorado donde daba clases”, dice Drucaroff. “Cuando estaba dando Carta a mis amigos, una texto profundamente desgarrado donde habla del asesinato de su hija, pero que tiene sutiles indicios de que allí hubo una investigación, vi que ese hombre, que era un detective obsesionado con la verdad, frente a este crimen político que lo tocaba tan espantosamente de cerca, se puso a trabajar en él, y que no pudo escribir un libro. Pero tiene las marcas de que ahí hubo una trama que Walsh no está contando. Imaginé que ahí podía haber un gran policial.”

–A partir de la deconstrucción que hacés de él, terminás por reconstruirlo sin exaltar a ninguno de los Walsh parciales, sino a la figura potente y completa.
–Bueno, más allá de que esa figura sea parte de mi imaginación, porque yo no sé cómo fue Walsh como padre y no me atrevería a decir que lo que he escrito en la novela lo representa: no me consta ni tengo idea. Lo que tomo de Walsh son los hechos públicos; los hechos privados los completé con mi imaginación. De todas formas, una persona no se vuelve potente y completa hasta que no puede verse desde todos esos puntos de vista, que necesariamente la van a volver débil. Creo que la debilidad, la posibilidad de vacilar, de tener un renuncio respecto de una causa –porque uno también tiene afectos y ama–, todo lo que vuelve más débil a alguien lo hace mejor.
–¿Mejor en el sentido de más humano?
–Más humano, mejor persona. Tiemblo ante los que no dudan, ante quien no vacila en sacrificar su vida personal por una causa. Distinto es que alguien, vacilando mucho, pueda elegir aun con un dolor desgarrado. Cosa que podrá respetarse o no: habrá que ver en qué momento, cómo y cuándo. Pero tiemblo ante la construcción de El Eternauta de la segunda parte que, cuando tiene que elegir, deja morir a su mujer y a su hija en nombre de la revolución. Y sin ninguna duda, como un hombre de mármol, frente a los cadáveres dice que no importa, porque millones serán felices. Perdón, eso me resulta nazi. Así como me encanta la primera parte de El Eternauta, esa segunda (escrita en el fragor de la radicalización de la lucha armada) tiene esas marcas que muestran una debilidad del movimiento político. En la medida en que el movimiento político exija que la gente no sea humana, ahí hay un problema.
–Mencionar a El Eternauta no parece casual, ya que la humanidad de la que hablás es lo que comparte Walsh con Juan Salvo: ambos llegan a héroes sin buscarlo y pueden ser vistos como símbolo de la lucha y la ética.
–Ambos pueden ser vistos como hombres empujados por una determinada situación. En ninguno de los dos casos existe el objetivo de convertirse en modelos a seguir “en caso de invasión” (risas), ni nada por el estilo. A mí me gustan las personas –y los personajes literarios– con quiebres, con vacilaciones, con debilidades. La capacidad de bancarse la debilidad es un rasgo de fuerza.
–La novela imagina a Walsh enterándose por Radio Colonia de la muerte de su hija y es inevitable que surja volver otra vez al papel que la prensa tuvo en aquellos años.
–Es que ha tenido diferentes papeles en diferentes contextos. En los ’90 tampoco tuvo el papel que está teniendo ahora. Pero los periodistas que estaban en la red de la agencia ANCLA, llevando y trayendo información, no eran necesariamente héroes, aunque es cierto que podían llegar a matarte por eso. Mucha de esta gente trabajaba en los diarios y los medios en ese momento, y sabían que no podían darse el lujo de escribir lo que quisieran. No creo en la historia de la prensa independiente: la prensa en todo caso tiene libertad de empresa. Cuando trabajás en un medio que te paga un sueldo, hay cosas que no podés hacer porque el medio ha tomado ciertas posiciones políticas. La prensa de esa época estaba absolutamente organizada en apoyo al gobierno militar o directamente manejada por él. Me acuerdo de un muchacho que en esa época trabajaba en La Nación que me mostró un cable que venía del exterior y hablaba de los desaparecidos, y que estaba todo corregido por su secretario de redacción. Entonces, donde decía desaparecidos, se había agregado la palabra “presuntos”; donde había un dato evidente, se lo había tachado. Se había rehecho el cable con mentiras y eufemismos para que pudiera ser publicado. Ahora, este pibe no era un héroe: trabajaba en La Nación. ¿Qué iba a hacer si trabajabas en La Nación, La Razón, o en Convicción un poco después? Trabajaras donde trabajaras no era mucho mejor ni más fácil.
–Hoy ya no puede definirse al rol del periodismo como la simple búsqueda de una verdad objetiva.
–Es que la prensa irá en búsqueda de la verdad en la medida en que esa verdad también le sirva, ya sea para vender muchos ejemplares o para defender ciertos intereses. Este es un Estado capitalista y los medios son empresas. Es como pensar que una clínica privada solamente quiere curar a la gente. Quiere curar a la gente en la medida en que le permita ganar dinero. Obviamente que si una clínica privada empieza a matar personas, va a empezar a perder dinero. Bueno, eso es lo que ha pasado con ciertos medios que han perdido por completo credibilidad en un porcentaje alto de la población. Lo que veo ahora es una peligrosa confusión en muchísimos periodistas, una tendencia muy fuerte a mimetizarse con la ideología de su diario, sea cual fuere. Y uno debe poder ser un poco más crítico.
–¿Qué puede aportar hoy la recuperación de la figura de Walsh?
–Yo te cambiaría un poco la pregunta: qué puede aportar hoy una mirada crítica sobre los ’70, donde también está incluida la figura de Walsh. Falta una mirada que pueda pensar con libertad aquellos años. Cuando se habla tanto de mantener y sostener la memoria a veces se olvida que eso no es contar millones de veces la historia de las desapariciones, la tortura, la represión, la apropiación de bebés. No porque no haya que contarla, sino porque está contada desde algún punto hasta el hartazgo. No hay que olvidar eso, pero pienso que se ha presentado todo esto como un hecho atroz, sin mirar con la suficiente libertad qué procesos históricos condujeron ahí, qué actores sociales participaron, sin atreverse a preguntar por errores más o menos graves, locuras, crímenes. Todo eso está planteado en mi novela y eso no es caer en la Teoría de los Dos Demonios. Esta teoría sostiene que hubo dos adversarios igualmente atroces y que además ambos eran demonios. En principio no creo en los demonios, sino en seres humanos atravesados por relaciones críticas, por polarizaciones, que toman ciertas actitudes. Entonces, número uno, no hay demonios en ninguno de los dos lugares. Número dos, no son iguales: de un lado hay un Estado terrorista; del otro lado hay un movimiento popular que intentó la revolución, que no tenía los poderes ni las posibilidades del Estado terrorista, que en algún momento intentó que la violencia tuviera una cierta representación social. Y la tuvo: mucha gente que en 1975 dijo: “Basta, hay que acabar con la guerrilla”, es la misma que en 1972, 1971 o 1969, festejó acciones armadas del ERP o Montoneros. Lo puedo recordar en mi propia familia: pequeño burgueses profesionales que festejaron algunas acciones armadas porque las consideraban justas. No estaban dispuestos a hacerlas –que las hicieran los jóvenes llenos de ideales–, pero las compartían. Películas como Estado de Sitio, de Costa-Gavras, que idealizaba la guerrilla tupamara, era vista y aplaudida por profesionales porteños de clase media acomodada y clase alta.
–La batalla de Argel también es representativa de la época.
–Y tiene una reflexión sobre la violencia que es implacable. Y de todo esto no se habla hoy con libertad. La gente no asume aquello que alguna vez apoyó, aquello que dejó de apoyar. Más allá de que los Montoneros en 1976 y 1977 hicieron disparates y a veces también atrocidades (que no llegan a ser para nada las que hicieron del otro lado los terroristas de Estado, pero que fueron cosas muy mal hechas), hoy ese es un problema que se reduce a que ellos estaban locos. No se asume que ahí hubo un proceso de radicalización, un proceso que la sociedad argentina acompañó hasta un determinado momento y que después dejó de acompañar para irse al otro extremo y decir: “Hay que terminar con la guerrilla.” Todas estas cosas hay que poder charlarlas sin que te encasillen, sin que te griten: “¡Facho!”, o sin que salten a decir: “Sí, sí: se puede pensar con total libertad acerca de esa época.” Y sin caer tampoco en el discurso heroicisante de los perfectos. Te diría que repensar la figura de Rodolfo Walsh en la ficción, con todas las libertades que la ficción te da, es repensar la lucha armada. Yo traté de repensarla a partir de mi experiencia, para que otros que no la vivieron la sigan pensando. Creo que quien no la vivió puede verla con una mirada de una libertad maravillosa. Yo me debo a mis propios muertos y a quien fui, alguien que nació después, con la libertad extraordinaria que te da el hecho de que tu propia historia no te pese de ese modo puede ser un crítico brillante. Necesitamos eso: un pensamiento libre sobre todo lo que pasó y llamo a quienes no la vivieron a repensar esa época.


El Policial, una herramienta para hablar de la historia

–No parece casual que hayas usado el policial –más allá de la relación que el género tiene con la obra de Walsh–, porque resulta una herramienta muy útil para mostrar un contexto social de una determinada manera.
–Esa es una de las grandezas del policial porque desnuda una violencia que está siempre latente en la sociedad capitalista. El policial como género masivo, plebeyo y popular cuaja poniendo sus recursos al servicio de historias concretas, policiales y de averiguación de la verdad. Es una creación del capitalismo porque es ahí donde más se esconden las relaciones de violencia, donde más se mediatizan a través del mercado, del presupuesto de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. De que la democracia burguesa es por lo menos lo esperable o lo deseable y en todo caso, si en el capitalismo hay una dictadura, se la justifica como herramienta para preparar al pueblo para alcanzar la madurez democrática. El capitalismo tiene un discurso de igualdad social, de igualdad de oportunidades: en el mercado somos todos iguales en tanto tengamos dinero.
–Y es eso lo que nos transforma en profundamente desiguales.
–Por supuesto. En la Edad Media si vos tenías una tierra y yo la quería, la historia era simple: agarraba mi gente (la que había nacido en mi tierra), la armaba y la mandaba a matarte. Yo me ponía delante y si te mataba me quedaba con tu tierra y se acabó. Y si yo, dueño de la tierra, me quería acostar con tu hija también lo hacía, porque era el dueño de la tierra. Las relaciones de violencia eran completamente desnudas. El capitalismo encubre todo esto con un aparato jurídico de igualdad y de libertad que sólo lo es en términos legales. Como dice Marx: el obrero tiene la libertad de morirse de hambre si no quieres ser obrero, ya no es un esclavo, no es un siervo de la gleba, nadie lo obliga a ser obrero.
–Digamos que hoy si alguien quiere acostarse con mi hija tiene que hacer aprobar una ley en el Congreso.
–Claro: ahora existe la ley y la ley encubre. Ahora existe la democracia, que hace parecer que delegamos nuestro poder soberano en nuestros representantes. Todo este andamio de legalidad jurídica esconde una violencia feroz.
–La ley viene a velar, y aquello que permanece velado va ganando fuerza porque se naturaliza cada vez más.
–El crimen es entonces el momento en que esa violencia reaparece. Y ahí viene el policial, que trabaja sobre esos instantes de “anormalidad”, los momentos en donde la ley o las instancias judiciales no alcanzan, donde la justicia por mano propia no importa. En esos momentos en donde aparece la llaga de la violencia que el sistema trata de encubrir aparece la anormalidad del relato policial. Y es por eso que como género es revelador, porque revela todo: la corrupción; las contradicciones del sistema; que la ley no alcanza. Que no somos para nada todos iguales y que el consenso no soluciona todo.


Artículo publicado originalmente en la sección Cultura del diario Tiempo Argentino.

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