viernes, 17 de diciembre de 2010

LA COLUMNA TORCIDA - Cómo elegir mascota

Reconozco que no me gustan los animales porque en cierta forma me siento responsable. Es decir, son todos muy lindos, pero siempre involucran una clase de compromiso que hay que tener muchas ganas de asumir. Y como yo nunca me llevé bien con el incumplimiento de pactos preexistentes, incluso los de este tipo, que no implican riesgos de represalias ni mucho menos reclamos por vía judicial, prefiero que ese trabajo lo asuman otros. A mí no me gustan los animales. Punto.
Aunque no me gustan los animales –de chico me gustaban: alguna vez tuvimos un perro hermoso encadenado a un patio al que hacíamos callar con una escoba, pedagogía práctica que habíamos aprendido directamente de las manos de papá: ¡él sí que sabía hacernos callar a todos!– tuve dos cachorros en mi vida. Al primero, una hembrita, yo mismo la vi salir del crustáceo gentil de su madre y juro que me miró a los ojos. Al segundo, que nació en secreto, me tocó verlo salir de una puerta y fue como si naciera dormido. Ciertamente no es lo mismo, pero no por eso hago diferencias y a los dos los maltrato por igual, aunque rara vez uso la escoba y lo más que les pego son un buen par de gritos y uno que otro coscorrón.
Aunque los animales no me gustan y nunca me van a gustar, tuve dos cachorros en la vida y con eso alcanza y sobra. Ya bastante rompen ellos solos: los muebles, los libros y los discos, las plantas del fondo, por no hablar de las pelotas. Sin embargo, y reconocerlo me cuesta un poco, hay cierto placer en ver las manchas que fueron dejando durante años en las paredes, porque se parecen mucho a las que dejan en otras partes, más íntimas, pero que son imposibles de cubrir con otra capa de pintura. Ver las manchas viejas es también ver que el viejo es uno y que los cachorros se van poniendo grandes.
Como está claro que no me gustan los animales, cualquiera tiene derecho a pensar que los míos son los dos cachorros menos afortunados del barrio (para no exagerar), pero a mí me importa poco lo que piensa cualquiera. Y como también soy partidario del libre albedrío, dejo que la gente hable, total es gratis. Es probable que los haya más felices, mejor atendidos y hasta más lindos, pero para mí no hay como mis dos cachorros y los necesito y los quiero como a ninguna otra cosa en el mundo. Supongo que le pasa lo mismo a todos los padres.

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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura del diario Tiempo Argentino.

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