sábado, 26 de mayo de 2012

LA COLUMNA TORCIDA - Mi mamá me mima

Decir de cualquier ciudad que es un infierno resulta burdo, una hipérbole, una obviedad imperdonable. Sin embargo, lejos de las amonestaciones de la prosa, cada verano ese eufemismo se vuelve real e incluso hasta los últimos otoños han confirmado cuán cierto es.
Esto ocurrió uno de esos otoños.
El sol entraba por el lado derecho del tren con tanta fuerza que volteaba las ventanas sobre los asientos. A causa de ello la gente evitaba esas butacas y se sentaba en los lugares ubicados a la izquierda del vagón, de modo que llenaron esa mitad enseguida y sólo cuando no había más remedio comenzaron a ocupar la otra. Apoyar el cuerpo en esos asientos resultaba doloroso, porque las astillas de sol los había vuelto abrasivos. Cuando casi todos se encontraban ya ocupados, una mujer y su hija entraron corriendo al vagón.
Ella, la madre, era la más apurada, porque imaginaba que todavía era posible hallar algún lugar libre para no tener que viajar paradas y aplastadas por los pasajeros que comenzarían a amontonarse en las próximas estaciones. Tuvieron suerte (tal vez no tanto) de alcanzar los dos últimos disponibles
que, claro, estaban del lado derecho.
La señora llegó primero. Iba adelante, casi corriendo para no perder la oportunidad, pero tan ciega que no notó el rectángulo de luz solar que venía incinerando desde temprano la butaca que se encontraba junto a la ventana y se sentó en ella. Su hija, un poco en babia, llegó detrás para ocupar la otra, no tan asolada, y se distrajo de inmediato mirando vaya a saber qué.
No había pasado un minuto cuando, con una sonrisa sobrecargada de amor, la madre le preguntó a la nena si deseaba sentarse junto a la ventana. -¡Fijate qué lindo es el paisaje!, dijo. –Tenés para entretenerte mirando un rato-. La mujer señalaba para afuera, donde la gente construía pirámides con la basura que arrojaba a las vías que estaban justo entre el coche y el cemento ardido del siguiente andén. Sin pensarlo (los chicos nada saben de cálculos), la nena aceptó el cambio con entusiasmo. Menos de un minuto después, asomada a la ventana con la cara roja y transpirada, se puso a contar las latas vacías de gaseosa o de cerveza. Llegaba hasta diecisiete y volvía a empezar.

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Columna publicada originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo Argentino.

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