domingo, 25 de noviembre de 2012

LIBROS y CINE - "El cine y lo que queda de mí", de Hernán Musaluppi: La confesión como novela y ensayo

"El cine es un arte que ha nacido equivocado." Eso es lo primero que puede leerse la primera página del prólogo de El cine y lo que queda de mí, el primer libro de Hernán Musaluppi. Y lo justifica. Afirma que se trata de una actividad que implica la necesidad de captar algo intangible, volátil y efímero: una ilusión, una mentira. Las palabras pesan en el inicio de un libro que si algo cuenta es la historia de una pareja en crisis, de dos enamorados que tras años de convivencia se ven urgidos a cambiar sus prioridades para no llegar al divorcio. Musaluppi ama al cine y, a la vista de su resúmen curricular, puede decirse que ese amor ha sido correspondido. 
Hernán Musaluppi es productor de cine; no director, no guionista, no actor: es productor. Esa figura que en las películas suele estar ridiculizada en un abanico de clichés que van del mafioso al advenedizo, y de allí al tránsfuga que sólo está en esto por el dinero, en su libro se transforma en un tipo sensible pero calentón; inteligente y lúcido para analizar la actividad que realiza, pero con la boca lo suficientemente grande como para no callarse nada de lo que piensa, aunque deba dar nombres y apellidos. El listado de las películas que Musaluppi ha producido, a través de su empresa Rizoma, incluye títulos ampliamente reconocidos por la crítica y de exitoso recorrido internacional, como El custodio de Rodrigo Moreno, Los guantes mágicos de Martín Rejtman, Whisky de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella; y algunos modestos éxitos de taquilla como No sos vos, soy yo de Juan Taratuto o Medianeras de Gustavo Taretto. Nada mal para un país donde hasta hace 25 años el cine era un espacio reservado a unos pocos. 
Pero lo curioso de aquellas palabras que Musaluppi ha elegido para comenzar su libro, y allí está el problema que es el centro de lo que en él se narra, es la forma en que iguala ilusión y mentira, utilizándolas casi como si se tratara de sinónimos. Puede decirse que El cine y lo que queda de mí es entonces la historia de un amor idílico, pero también de un desengaño, la confesión de un hombre que ha dado todo por su amante pero que, triste, siente que ha dado demasiado. Que en el camino ha olvidado otras cosas, tan importantes (o quizá todavía más) que el mismo cine, y que luego de 20 años de entrega desinteresada siente que ha sido engañado. Y así como Marx afirmó que la historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, para Musaluppi el cine también viaja entre dos polos, en un itinerario que comienza en ilusión pero que indefectiblemente acaba en mentira. 
El libro de Hernán Musaluppi es uno de los más entretenidos que se han publicado este año, una de las sorpresas más agradables que puede tener un lector. Aquellos a los que les interese el cine como materia pero también a cualquier otro, porque si bien el eje temático se encuentra en el mundo del cine y, de un modo más específico, en el área de la producción, El cine y lo que queda de mí también puede ser leído casi como una novela. Una especie de metaficción donde el personaje protagónico (un productor de cine) narra su propio desmoronamiento. En el camino hablará de películas y de negocios, claro, pero también de fútbol, drogas y rocanrol. "Mi trabajo es hablar con gente, para conseguir lo que necesito para producir una película. Pero también escuchar cosas que no quiero escuchar: a los directores que me quieren vender una cosa que no es; a mis socios; a los sindicatos; proyectos que no voy a coproducir", dice Musaluppi y sigue. "Escuchar es como acumular basura, no porque sea una basura lo que me dicen, sino porque todo eso no es lo que quiero escuchar, del mismo modo en que otros no tienen ganas de escucharme cuando soy yo el que quiere hablar. Hay poco de lo que uno dice o escucha que es interesante." 

–Una de las primeras cosas que decís en el libro es que es mejor escuchar que hablar. Pero como escribir es una de las formas que tenemos para hablar, este libro justamente representa lo contrario de esa afirmación. ¿Te cansaste de seguir tus propios principios? 
–Sí, un poco es eso. Pero en el libro no digo más de lo que puedo decir acá en la productora: en ese sentido es como una charla de café. Es haber puesto en papel discusiones que vengo teniendo hace años. Desde cómo es la profesión, qué películas no nos gustan. Es verdad que la decisión de que esto se publique tuvo que ver con motivos más personales que profesionales. Me pasó que de un día para otro dejé de trabajar, por miles de motivos, algunos bastante nobles y otros no tanto. Estuve muchos meses sin laburar y con lo primero que me enojé fue con la profesión: de todo lo que me pasaba tenía la culpa el trabajo. El hecho de hablar es un poco catártico y también me parece que es bueno opinar del trabajo que uno hace. Además me sentía un poco encerrado con esos pensamientos y te empezás a poner un poco neurótico. Sentí la necesidad de hacer público eso para intentar desde ahí alejarme de la actividad y me terminé reconciliando un poco. Aunque no estoy muy convencido todavía. 
–En el libro parece que te la agarrás con eso tan cercano y tan querido que es para vos el cine como pidiéndole explicaciones. 
–En realidad me las pido a mí mismo las explicaciones. Cuando cumplí 40 me di cuenta que me había pasado los últimos diez años adentro de la productora. Entonces miré para un costado y vi que esa vocación en la que me formé como un tipo decente pero competitivo, me había vuelto exitoso en mi trabajo. Pero cuando miré para el otro me encontré con todo lo había dejado de lado para conseguirlo. Uno está todo el tiempo haciendo balances y a veces pensás que ganaste y otras que perdiste. Me gusta pensar que la vida termina siendo una especie de negociación con uno mismo. Para mí el tema que plantea el libro es la relación de un individuo con su vocación. La obligación de cumplir con el mandato de vivir de tu vocación en un punto se vuelve una condena, porque uno por la vocación hace cualquier cosa. 
–¿La idea del libro siempre giró en torno a ese sentimiento confesional de balance, a esa especie de carácter de clausura? 
–El libro al principio iba a ser una suerte de manual de producción acerca del negocio del cine, mucho menos personal. Pero salió otra cosa. Ese componente está, pero escribí otra cosa. 
–Creo que no ser un manual de autoayuda o guía práctica del productor es lo que hace que el libro sea interesante. Todas las vivencias personales expresan de manera indirecta y por eso más profunda, qué cosa es ser productor. 
–Es que ahora veo que es imposible no haber terminado preguntándome qué hubiera pasado si me tomaba al cine como un laburo de oficina. Hubiera sido todo menos apasionado, más tranquilo, hubiera producido otras películas y seguramente tendría más plata. Igual lo económico no tiene el mismo nivel de importancia dentro de la ecuación. Entra, obviamente, pero no influye demasiado en lo que pienso y siento. 
–Ser productor de cine debe ser una actividad sumamente desgastante, tanto por su relación con lo económico como por el constante roce con los egos ajenos. 
–Que los productores somos gente ocupada es mentira: es un mito. Nos la pasamos charlando y tomando cafés. Lo que sí es cierto es que lo único que tenés en la cabeza es eso, es una actividad que te absorbe. Es un poco como estar enamorado: estás todo el tiempo pensando bobadas sobre tu novia. Con las películas es lo mismo, uno tiene cabeza para eso nada más. 
–¿Y eso no te demanda una ocupación total? 
–La realidad es que un productor de cine no labura 20 horas por día. Uno no tiene una carga horaria mayor que en otros trabajos: no hay una relación directa entre las horas que uno trabaja con esa imagen de estresados que tienen lo productores. Pero tenés el problema adentro todo el tiempo, como si fuera un virus. Es paradójico. Yo tengo tiempo libre: puedo ir a buscar a mi hijo al colegio, y otras cosas. Pero, al mismo tiempo, no me importan un montón de cosas… pero en un momento me empezaron a importar. Y me pregunté por qué las había dejado pasar de largo en mi vida, por qué me habían dejado de importar cosas que antes me importaban. Y ahí, cuando quise reubicar al cine, me la agarré con él. Ahora sigo pensando lo mismo que cuando escribí el libro: me encantaría no hacer más películas, pero no es tan fácil dejar una actividad. 
–No sos la única persona del cine que confiesa estar cansado de su oficio. 
–La mayoría de los productores que conozco, los que se te ocurran, los más famosos, todos se quieren ir a la mierda del cine. Es una actividad donde parece que pasaran más años de los que pasan, pero al mismo tiempo tenés tiempo libre. Juan Taratuto me lo dijo: "Para hacer cine hay que estar soltero, pero no para salir con minas, sino porque no podés pensar más que en tu próxima película." Hacer cine tiene la parte industrial y económica por un lado y la artística por la otra, y muchas veces es difícil complementarlas. Eso es lo interesante del cine. 
–Es lo que lo distingue de otras artes, nacidas más desde lo individual, como los casos del escritor o el pintor que producen solos en su casa. –Es lo que te define como productor. A vos te puede importar sólo el hecho económico, o podés ser un mecenas a quien sólo le interesa el hecho artístico. Entre esas dos puntas cada uno se acomoda, intentando balancear lo que quiere o siente, sin traicionar lo que quiere hacer. El cine te genera cierta omnipotencia de creer que todo depende de uno, pero al mismo tiempo te obliga a aceptar que muchas cosas nunca dependen de vos. 
–Pero el papel del productor parece ser el que define qué obra se va a realizar y cuál no. No es un papel menor para el arte. 
–Para mí sí. Hay más proyectos y directores, que productores. El productor es el que elige, porque la minoría de los proyectos son posibles. Se da el caso fascinante y problemático de que el productor es el tipo que genera las condiciones para que eso exista, pero después hay otro que puede más, que es el director. Un productor podría hacer posible un mal proyecto con un director cualquiera, pero un gran director sin un productor puede quedarse sin hacer una película genial. La paradoja lógica del productor es que uno consigue la plata, contrata a toda la gente, corre todos los riesgos, pero hay otro que pone la cámara y decide. Y el director piensa al revés: yo tengo la idea, soy talentoso, los actores quieren trabajar conmigo, pero el burócrata que consigue la plata quiere decidir. Ahí radica lo interesante del cine, porque las dos cosas pueden ser verdad. 

 El cine y la participación del estado, el revival derechista

–Hay un tema que es fundamental a la hora de plantear la forma de seguir haciendo crecer al cine argentino, que es esta especie de divorcio entre artista y público. Un público al que no le interesa ver lo que hace el cine argentino. ¿Creés que debe tenerse en cuenta al público? 
–Sí, pero no todas las películas tienen el mismo público como objetivo. Lo que uno tiene que tener es conciencia de qué película está haciendo. Argentina tiene dos problemas: produce muchas películas y no tiene mercado interno. Más del 90% de las películas que se estrenan lo hacen sólo en Capital, ni siquiera en el Gran Buenos Aires. Entonces el público no son 40 millones de tipos, sino sólo tres. Ese es el mercado interno que tenemos y eso es algo que nadie discute. En ese sentido como industria deberíamos plantearnos qué tipo de películas estamos haciendo, para quién, si realmente nos interesa pensar en el público. En todos los países donde existe una industria del cine es porque el Estado decide que exista, porque la actividad no es sustentable de por sí en ningún lugar del mundo. Salvo en la India, donde viven 1000 millones de tipos, o los Estados Unidos, que estrena sus películas en todo el mundo el mismo día. Si a cualquier película argentina le dieran 20 mil salas el mismo día, seguramente no necesitaría del INCAA. Como no es así, entonces el Estado fomenta al cine, por cuestiones de cultura, políticas o de generación de trabajo. Lo digo porque hay unas discusiones pelotudas en este país acerca de si el Estado debe o no debe ocuparse de esto. Pero también hay productores que realizan películas parásitas sólo con la plata que consiguen del Estado y ahí ya no te importa el espectador, porque hagas muchos o pocos espectadores ya no perdés plata. Cuando vos encarás una producción privada con apoyo del Estado, necesitás el resultado porque si nadie te va a ver, perdés plata. Para mí el cine tiene un grave defecto: durante muchos años hicieron cine muy pocos en la Argentina, como una cosa medio oligárquica, mal acostumbrada a ir a buscar los cheques del INCAA y listo. Pero hacer cine no es eso. Cuando irrumpió mi generación y se armaron productoras, se democratizó bastante el tema. Y se hizo mucho más profesional. 
–¿Qué elementos ayudaron en ese cambio? 
–Lo principal fue la modificación de la ley en 1994, que hizo que el Estado tenga más plata para producir. Y la entrada al cine de mucha más gente, a finales de los '90, que es mi generación. La explosión de las escuelas de cine, y supongo que el peso específico de las propias películas que comenzaron a filmarse. Los nombres de los directores, desde Campanella (que no estaba en el país), hasta Lisandro Alonso, pasando por todo el espectro. Soy un tipo que me considero privilegiado: no sé cuanta gente en la humanidad vive de su vocación. Y acá el otro día escuché a un pibe que labura fuera del sistema preguntarse "Cómo el Estado le da plata a los productores". ¿Y a quién se supone que se la tiene que dar? ¿Está mal que yo quiera vivir de mi profesión? Esa es una cuestión ideológica. Tipos como Trapero, Burman, Martel, trabajaron muchísimo para que los sistemas de fomento amparen a los chicos que quieren entrar al sistema. Y ahora hay una especie de revival medio derechista.

 Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

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