jueves, 23 de mayo de 2013

CINE - "Los posibles", de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato: La batalla del movimiento

No es fácil expresar en palabras lo que transmite una película tan potente como Los posibles, de Santiago Mitre y Juan Onofri Barbato. Una dificultad que tiene que ver con lo extraño del objeto cinematográfico que representa, proveniente de ese universo que a priori parece tan apartado, que es la danza. No es aquí el mejor lugar para reconstruir la relación entre estas dos artes escénicas, pero sí puede decirse que Los posibles no es un musical estilo Hollywood, que no es comparable a la reescritura en clave de baile que hizo Leonardo Favio de su propio clásico en Aniceto, ni es Pina de Wim Wenders. Pero tampoco es video danza, ni un documental sobre un cuerpo de baile, ni se la puede reducir con el estigma simplista de ser danza filmada. Tal vez lo más cercano a una definición que puede hacerse de este film consiste en decir que se trata de un relato que prescindiendo de todo lenguaje oral, consigue narrar desde el puro movimiento y el sonido. Los posibles es baile y es música, pero combinados de un modo que lejos de acercarnos al ballet de alta gama, nos arroja miles de años atrás en la historia, para conectarnos con el sentimiento tribal de hombres danzando en torno a una hoguera, al compás de los golpes sobre el parche de un tambor.
Antes de ser película Los posibles es una obra coreográfica creada por KM.29, grupo autogestivo de danza moderna surgido del trabajo realizado por algunos docentes en el Centro de Día Casa Joven La Salle, de González Catán, uno de los barrios más humildes al oeste del conurbano. Cuando comenzó el proceso, los bailarines ahí formados eran chicos que recibían asistencia social en ese centro, y la obra es una creación grupal de maestros y alumnos. Los posibles se representó con éxito durante varios años en el Teatro Argentino de La Plata, el más importante de la provincia de Buenos Aires. Todos los detalles en la genealogía de la obra hablan de su valor, y el trabajo de Mitre y Onofri le hace honor a los antecedentes.
El relato comienza con varias escenas en las que diferentes jóvenes, todos hombres solos, de espaldas a cámara y en primer plano, se hallan en diferentes paisajes suburbanos: un monoblock; el costado de una ruta; la ruta misma. Están inmóviles pero enseguida, como obedeciendo a un llamado sordo, cada uno se pone en marcha. La acción se traslada al interior de una construcción de concreto, de apariencia despojada y racionalista. El lugar, amplio y rodeado de galerías abiertas en diferentes niveles, tiene algo de arquitectura industrial, como de fábrica abandonada. En una de esas galerías aéreas, los jóvenes alternativamente se agrupan y separan pero nunca de modo inconexo. Hay algo orgánico en el contacto que mantienen entre ellos a través de la mirada, de los roces de la ropa y de la piel, pero sobre todo hay una tensión física que se palpa en el ambiente incluso como espectador, desde la sala del cine. Los cuerpos se traccionan y rechazan como movidos por campos magnéticos, mientras un alienado colchón sonoro apoya ese reprimido flujo plástico. De golpe todo estalla, una explosión de movimiento, de sonido y también de color: si la primera parte se desarrolla en un blanco y negro contrastado, casi expresionista, con un sonido ominoso y desplazamientos contenidos, ahora todo es energía liberada en espasmos que responden al latido de una batería que replica el espíritu industrial del lugar. Más adelante un traveling notable retratará en detalle ese espacio, que no es sino el sótano de una magnífica sala de teatro, descendiendo por un ascensor que conecta ambos mundos. Como si se tratara de una versión futurista de El fantasma de la Ópera, los protagonistas bien podrían ser una horda de artistas descastados, bailarines zombis condenados al reducto marginal de las catacumbas del Coliseo.
Mitre y Onofri toman distancia del original teatral y lejos de asumir el lugar esperable del espectador, poniendo su cámara por fuera de la acción, deciden meterse en el ojo del tornado para tener el primer plano del músculo tenso, el detalle del sudor sobre la piel, la proximidad del gesto vivo en cada rostro y desde ahí dar cuenta de los vínculos que los protagonistas van forjando. Aun así se extraña la inclusión de más planos generales que permitieran contemplar el organismo total de algunos desplazamientos, cuya riqueza muchas veces no termina de percibirse en su compleja plenitud. Del mismo modo puede resultar incómoda la escena final, que al revelar la realidad simple que habita tras los protagonistas de una obra deslumbrante, no hace sino pinchar el globo de lo fantástico para tomar un atajo hacia un realismo tal vez innecesario. Ninguna de estas objeciones desmerece el trabajo cinematográfico realizado por este grupo de artistas unidos que han conseguido hacer del baile una película digna de verse.  

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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