sábado, 8 de marzo de 2014

LIBROS - "Alicia en el país de las maravillas" (Alice in wonderland), de Lewis Carroll: Mapa fotográfico de una fantasía posible

Mucho se ha escrito acerca de Alicia en el país de las maravillas y de su autor, el inglés Lewis Carroll, seudónimo literario de Charles Lutwidge Dodgson, quien además (y antes) de ser escritor era diácono anglicano y un apasionado de la fotografía, actividad en la que se lo podría considerar un verdadero pionero. Inevitablemente, todas estas máscaras de la personalidad de Carroll se cruzaron en más de una oportunidad, con resultados siempre potentes, pero nunca tanto como en su fascinación por las niñas, en las que muchas veces se ha querido rastrear la sombra de cierta pasión insana. El asunto requiere cierta cautela.
En enero pasado se cumplieron los aniversarios tanto del nacimiento como de la muerte de Carroll, fallecido en 1898 dos semanas antes de cumplir 66 años, y el primer libro de Alicia, obvio catalizador de los grandes placeres del escritor, cumplirá 149 en mayo próximo. Aunque es bien conocida la historia de ese libro, uno de los más populares cuentos para chicos escritos durante el último siglo y medio, vale la pena contarla de nuevo, atendiendo a detalles que parecen distantes del hecho puntual, pero fundamentales en la gestación de la obra.
Hijo de una tradicional familia de intelectuales ingleses y raíces irlandesas, Carroll heredó el gusto por la fotografía de uno de sus tíos, un tipo fanático de lo que hoy se conoce como “gadgets”, todo un antepasado de los contemporáneos geeks: de manos de este tío recibió su primer equipo fotográfico. En el estudio introductorio del libro Niñas, editado hace casi veinte años por Editorial Lumen y en el que se aborda la particular relación de Carroll con las nenas, el célebre fotógrafo húngaro Brassaï destaca que en ese momento (1856) el futuro escritor tenía solamente 24 años, apenas siete más que la propia fotografía, parida oficialmente en 1839 por el francés Louis Daguerre. 
Aunque Carroll se dedicó inicialmente a la fotografía social, retratando a distintas personalidades de su época, su trabajo utilizando nenas impúberes como modelos sobresale dentro de su obra como fotógrafo, al punto de ser considerado el retratista de niños más destacado del siglo XIX. Decenas de niñas a lo largo de más de tres décadas posaron para él, dejando una colección impresionante compuesta por una docena de álbumes perdidos durante más de cincuenta años, recuperados de forma tardía y algo azarosa a mediados del siglo XX. Las fotografías que en ellos se conservan representan menos un documento de la infancia femenina durante la era victoriana, que un espléndido catálogo de las fantasías de Carroll. En ellas se pueden apreciar aquello que el escritor gustaba encontrar en sus modelos, generalmente hijas de amigos, colegas o vecinos: la posibilidad de crear personajes. A veces vestidas como princesitas rusas, mendigas, cortesanas de la china o caperucitas rojas, muchas otras simplemente disfrazadas de mujer, las fotografías de Carroll son siempre una puesta en escena. Un delicado juego de impostura que a veces bordea lo erótico, con sus pequeñas fingiendo dormir sobre mullidos chaise longues, u otras en donde amplios camisones de franela (los favoritos de Carroll) dejan al aire sus hombros desnudos, pero con una inocencia que desconoce la posibilidad de las segundas interpretaciones de ese gesto. Brassaï revela que Carroll no tardó mucho en incursionar en los desnudos totales de sus modelos aunque, para conseguirlas, en estos casos solía recurrir “a familias más humildes y menos estrictas”. De esas fotos sólo se conservan algunas referencias en sus diarios y cuadernos de notas: se presume que todas fueron destruidas.
Hay mucho para decir (y es mucho lo que ya se ha dicho) al respecto. Pero mejor volver a la idea menos truculenta y más cristalina de puesta en escena, a la posibilidad de contar una historia a través de una imagen, porque ahí está, en parte, el germen del fabuloso narrador que es Carroll. Una de las primeras nenas en ser fotografiadas por él fue Alice Liddell, quien acabaría siendo a la vez la inspiradora y la homenajeada por aquella Alicia que, siguiendo a un conejo blanco, cayó a través de un pozo hasta el país de las maravillas. Sólo doce fotos tomó Carroll de Alice, sola o en compañía de sus hermanas, pero en ellas es imposible no percibir la fascinación que provocaba en el fotógrafo. Sin embargo, la construcción de la evidente intimidad que transmiten las imágenes de la Alicia original, llevó mucho más tiempo que el que por entonces demandaba sacar una docena de fotos. Las tres hermanas Liddell, hijas de un colega religioso del escritor, compartieron con él largas tardes de paseos y excursiones por el río que ellas siempre aprovechaban para pedirle a su amigo grande que les contara un cuento. En esos paseos nació la obra más famosa de Carroll. La propia Alice cuenta cómo fue:
“Creo que el principio de Alicia nos lo contó una tarde de verano en la que el sol quemaba tanto que tuvimos que poner pie en tierra, abandonando la barca para refugiarnos en el único trozo de sombra que pudimos descubrir. Allí llegó, de las tres, la habitual petición: ‘Cuéntenos una historia’.” Hábil narrador, Carroll sabía cómo abonar la curiosidad sólo con palabras: “De vez en cuando, para hacernos rabiar –y quizá porque realmente estaba cansado-, el señor Dodgson se paraba de pronto, diciendo: ‘Esto es todo, hasta la próxima vez’. ‘Oh, ahora es la próxima vez’, exclamábamos las tres a un tiempo; y, tras algunos esfuerzos de persuasión, la historia se reanudaba aún más bonita”. Otro de sus trucos para generar un vínculo con sus amigas- niñas provenía de su habilidad para improvisar a partir de las preguntas con que ellas interrumpían sus relatos. Gertrude Chataway, otra de sus pequeñas modelos, lo explica mejor:
“Algo que hacía que sus cuentos fueran particularmente encantadores para una niña era que a menudo su ingenio surgía de un comentario de la niña: una pregunta, por ejemplo, lo llevaba hacia un nuevo caudal de ideas, por lo que una creía que había ayudado a hacer la historia”. Todo un consejo para padres que cuentan cuentos a sus hijos a la hora de dormir.
En Carroll, entonces, la narración puede pensarse como una consecuencia de su pasión por la fotografía y de la avidez por cautivar a sus amigas-niñas, una suerte de efecto colateral tan inesperado como maravilloso que le permite a la humanidad disfrutar de su mejor legado: el literario. Una suposición que es cierta a medias, porque sus primeros textos y poesías se publicaron poco antes de su contacto con la fotografía. Tanto como que sus mejores obras sólo llegaron después de esa epifanía. Al punto de que es posible leer muchos fragmentos de los dos libros de Alicia como metáforas de la fotografía e, incluso, como anticipación poética del cine, que no es otra cosa que el arte de la fotografía en movimiento. 
¿O acaso la famosa imagen de Alicia asomada a la puerta diminuta por la que ve por primera vez el jardín maravilloso no podría representar al propio Lewis Carroll, viendo surgir a través del visor de su cámara un país de las maravillas personal en cada una de sus niñas-modelo, como si siempre fuera la primera? ¿O no es la fotografía el reverso extraordinario de un espejo capaz de reflejar los propios deseos? Como sea, la obra de Lewis Carroll resulta tan visualmente poderosa que ha inspirado gran cantidad de películas (del aséptico clásico Disney a Jabberwocky, debut en solitario del por entonces Monty Python Terry Gilliam) y centenares de libros en los que talentosos ilustradores ceden a la tentación de dar su propia versión de Alicia.

Dos versiones de Alicia para chicos

Entre las versiones ilustradas de Alicia en el país de las maravillas recientemente editadas en la Argentina, hay dos que se destacan en particular. La primera de ellas, publicada por editorial Unaluna, es una impecable adaptación realizada por Soon-bong Heo e ilustraciones de la artista italiana Glenda Sburelin. Pensada para los lectores más pequeños (es decir, aquellos que sólo leen interpósito padre o madre), esta colorida versión pone el acento, por obvias cuestiones de target, sobre el costado más infantil del relato. Sus ilustraciones eligen contar desde la ingenuidad, buscando abonar el vínculo de empatía entre el lector y la protagonista, Alicia, que en este caso es retratada con un aire que tiene algo de simpáticamente oriental.
El otro libro sobre el clásico relato es el editado por Fondo de Cultura Económica, editorial que tiene un destacado catálogo de literatura infantil. En este caso el texto es el original, en tanto que las ilustraciones son responsabilidad de la francesa Rébecca Dautremer, artista que entre otras obras también adaptó textos como Seda, de Alessandro Baricco, o tradicionales como Cyrano y Nasrudín. La pluma oscura de la artista francesa es perfecta para crear una Alicia de tono más oscuro, entre gótico y victoriano con algo de cyberpunk. Sin dudas esta increíble y lujosa versión ha sido pensada para chicos mayores de 10 años y adolescentes, que encontrarán en las ilustraciones una potente traducción visual de la fantasía carrolliana.
 Los dos libros muestran un diseño amplio, perfecto para que sus exuberantes ilustraciones puedan ser plenamente disfrutadas sin perder ninguno de sus infinitos detalles. Ambos representan una oportunidad de lujo para entrar por primera vez en la obra de Carroll, que es también una de las más importantes de la historia de la literatura escrita pensando en los chicos. Que ambos también hayan sido ilustrados por dos chicas es algo que, es posible, pondría muy contento al tío Carroll.

 Artículo publicado originalmente en la sección Cultura de Tiempo Argentino.

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