jueves, 24 de abril de 2014

CINE - "El otro Maradona", de Ezequiel Luka y Gabriel Amiel: Luz más allá del doble

Doppelgänger. Esa es la palabra alemana que utiliza Sigmund Freud en su texto acerca de Lo siniestro para empezar a definir el objeto de su ensayo. Se trata de la idea del doble, que el padre del psicoanálisis toma de varios relatos del escritor romántico E. T. A. Hoffmann, quien solía utilizar el asunto como tema recurrente en sus relatos, al punto de bautizar una de sus nouvelles con el nombre de Los dobles. Si hubiera que condensar la trama de esa breve novela, podría decirse que se trata de la historia de un hombre que es confundido con otro hasta que ambas vidas se ven enmarañadas en una sola madeja de acontecimientos. De algún modo extraño, ese también es el tema de El otro Maradona, documental dirigido por Ezequiel Luka y Gabriel Amiel, cuyo protagonista es Gregorio Carrizo, Goyo, amigo de la infancia de Diego Maradona y fallida estrella de fútbol.
La historia de Goyo Carrizo es muy conocida en el ambiente futbolero. Nacidos y criados en Villa Fiorito, Diego y él eran dos de los cientos de chicos del barrio que jugaban a la pelota en el potrero que el padre de Goyo había convertido en canchita de fútbol justo frente a su casa. Cuando un cazador de talentos deslumbrado por su habilidad se lo lleva a jugar a Argentinos Juniors, Goyo le dice que en el barrio hay uno que juega todavía mejor. El resto es historia oficial. Sin embargo, aunque dicha historia se empecine en recordar sólo el nombre de Maradona, aquellos fantásticos Cebollitas tuvieron dos niños prodigio: el otro era Goyo Carrizo. La película de Luka y Amiel se sostiene en esa dualidad, jugando con planos narrativos superpuestos. En la superficie está Carrizo, el hombre cuya carrera y éxito quedaron truncos, un poco por una complicada lesión en la rodilla y otro poco por algunas decisiones de esas que se lamentan cuando los años pasaron sin remedio. Por detrás, el espíritu de Maradona se empecina en habitar una omnipresencia que no tiene nada de caprichosa.
“¿Por qué tengo que vivir así –recuerda haberle dicho alguna vez Goyo a su esposa en su casa de Fiorito– si yo hice feliz a la mayoría del mundo?” Y es cierto: sin ese hombre hoy pelado y anónimo, sin ese crack roto y abandonado prematuramente, sin su amistad generosa de nene que sólo quería jugar si era con su amigo, sin Goyo no habría Diego. O, tal vez, en el mejor de los casos, habría un Diego distinto. Otro Maradona. Construido con profundo respeto por su protagonista, el documental pone las vidas de los dos amiguitos del barrio una encima de la otra, como diapositivas que al proyectarse juntas revelan una imagen nueva e impensada. El resultado de esa operación es al mismo tiempo vital y conmovedor. Porque Goyo, ese hombre de 50 años que aprendió a convivir con su fracaso, no envidia la gloria del otro, el doble, sino que se alegra por él. Y es que tal vez Maradona y Goyo, sin decírselo a nadie, se repartieron la suerte para que al menos uno de ellos pudiera cumplir los sueños compartidos en nombre de los dos. Entonces, como le ocurría a Dorian Gray, uno debió quedarse acá en Fiorito y cargar estoicamente con las lesiones, con las decisiones incorrectas, con el olvido, con el dolor de ver a sus hijos todos los días con la misma ropa, a veces sin zapatos, para que el otro (que en realidad podría ser él mismo) pudiera convertirse en el mejor jugador de fútbol de la historia.
Cuando parece que el relato va a estancarse en la morosidad de la oda a la dignidad del fracaso, El otro Maradona se permite un giro casi imperceptible en el que revela su verdadera maravilla. Lejos de perderse solamente en el ejercicio repetido de ver a Goyo Carrizo como “el Maradona que no fue”, contentándose con el juego fácil de imaginar qué hubiera pasado si las cosas le hubieran salido bien, el documental elige creer que en realidad las cosas están bien así como están. Es entonces cuando ese hombre abrumado por un destino que nunca llegó revela una grandeza de otro orden, una que no es ni mejor ni peor que la ajena, pero que al fin le confiere su propia identidad más allá de los dobleces y le permite apartarse de la sombra del otro para iluminar al menos esta película con su propia luz.

Artículo publicado originalmente en la sección Cultura y Espectáculos de Página/12.

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