sábado, 23 de enero de 2016

LA COLUMNA TORCIDA - Para mí que no es el cielo

Me habían dicho que mi hermano se había ido al cielo y al principio me lo creí. Pasé mucho tiempo imaginándolo en el aire, clavando su perfil húmedo entre las nubes y con el viento haciéndole olas en el pelo. Me lo imaginaba avanzando despacio pero seguro, con los brazos hacia adelante y las manos juntas y en punta, como la quilla de los buques rompehielos avanzan para atravesar la corteza helada de las aguas polares. Pero hace poco, cuando reparé en lo curioso de aquella analogía que convertía a ese acto mecánico y banal de la vida acuática en metáfora de una ausencia, toda la idea me pareció absurda. Estaba seguro que si de él hubiera dependido no habría elegido el cielo, sino que hubiera preferido ser un tiburón, que era su animal favorito. Cuando éramos más chicos, hojeando la Enciclopedia Natural del Universo que se destacaba por su volumen en la biblioteca de la abuela, aprendimos que los tiburones necesitan estar en constante movimiento para mantenerse con vida. Mi hermano quedó fascinado con ese detalle, del mismo modo en que se fascinan con los picaportes esas personas que necesitan cerrar muchas veces las puertas, antes de decidirse por fin a salir de sus casas. “¿Sabían que los tiburones se mueren si dejan de nadar?”, solía preguntarles a los amigos de papá y mamá en las reuniones de gente grande que se hacían en nuestra casa. Conocía de memoria más de cincuenta variedades y a veces usaba la palabra escualos para referirse a todas de manera general, aunque trataba de evitarlo, porque sabía que en la palabra tiburón habitaba el animal y nombrarla era la manera más eficiente para estar cerca de ellos. Sabía que los tiburones tienen varias hileras de dientes, que una mordida equivale al ataque de todo un escuadrón de bayonetas y que solamente parpadean en instante mismo en que cierran sus mandíbulas sobre el cuerpo de su presa. El asunto entero no tenía sentido: por qué hubiera elegido irse al cielo como un pájaro cualquiera, si habíamos prometido que cuando fuéramos grandes nos iríamos juntos a un mar de nombre cálido, que es donde viven los tiburones, para nadar entre ellos y poder mirarlos a los ojos y sentir que por primera vez estábamos en familia. Entonces supe que alguien mentía. 


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Relato publicado originalmente en el suplemento Cultura de Tiempo.

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