lunes, 25 de abril de 2016

CINE - "La Noche", de Edgardo Castro: La virtud del reflejo

Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires (Bafici), año 2016. Leo las reseñas y las críticas que se han publicado sobre La Noche, el debut como cineasta del actor argentino Edgardo Castro, que participa de la Competencia Internacional del festival, y me sorprende que en casi todas se hable de ella como la película de la polémica o del escándalo. Dos categorías que en general los medios utilizan cuando quieren armar una bola de nieve, para vender una noticia por lo que no es o con una importancia que no tiene. Dos especialidades del periodismo moderno. Es ese consenso amplio lo que me sorprende. Me asombra que se dé por sentado que una película resultará polémica y escandalosa por el simple hecho de transcurrir en los ámbitos más sórdidos del universo nocturno, con un protagonista marginal y homosexual, y por utilizar al sexo explícito (explícito y homosexual) como instrumento narrativo ineludible. Sin embargo hay algo que me asombra todavía más: darme cuenta que también soy parte de ese acuerdo general, que yo mismo pensé que la proyección de La Noche en el Bafici no podía terminar sino en polémica o escándalo. ¿Pero polémica por qué? ¿Acaso los noticieros de TV, no se aferran con uñas y dientes a los cadáveres de cinco chicos muertos en una fiesta de música electrónica? ¿No nos han acostumbrado ya a ese nivel de sordidez, en cual tres personas desnudas tomando cocaína después de coger no deberían impresionarnos tanto? ¿Por qué sería escandaloso ver como un tipo le hace una fellatio a una travesti en una pantalla de cine, si en la actualidad estamos apenas a un click de acceder desde nuestros televisores, computadoras, tablets o smartphones, a la más grande enciclopedia de la pornografía jamás imaginada?
Llegado a este punto debo admitir que no me molesta tanto participar de ese consenso, como el hecho de encontrarme de golpe con un reflejo inesperado de mí mismo que me avergüenza. En esa capacidad de poner al espectador frente a un espejo incómodo esta la primera gran virtud de La Noche, sin dudas una de las películas argentinas más notables que se hayan proyectado en la historia del festival. Ocurre que ahora esa vergüenza me hace sentir responsable, porque no me gustaría que para el espectador desprevenido la película de Castro pudiera quedar pegada a esas dos palabras estériles (polémica y escándalo) y que todos sus méritos acabaran sepultados bajo la mugre de un inexistente alboroto cinéfilo. Le temo a que por esos prejuicios haya quienes la dejen pasar y se la pierdan; o peor todavía, quienes la vayan a ver buscando solamente eso. Ambas opciones son el infierno para una película tan delicada como esta.
Es cierto que La Noche tiene el poder para poner en jaque las convenciones morales y éticas de buena parte de los espectadores. Y no de manera hipotética ni en sentido figurado, sino abierta y concretamente. La película le propone al espectador ser testigo de un mundo que para muchos puede ser no sólo desconocido, sino también evitado. No fueron pocas las veces, mientras el relato iba avanzando sin más hilo que el de los excesos de Martín, su protagonista, interpretado sin atajos por el propio Castro, en las que instintivamente me pregunté a mí mismo: ¿Por qué la película me muestra todo esto? ¿Es necesario tener que ver estas cosas? Todavía me acuerdo de la incomodidad que me produjo la primera secuencia, en la que Martín sale de su casa para encontrarse en un hotelucho con un taxi boy y tener con él una prolongada sesión de sexo oral. En primer plano. Lo curioso es que puedo recordar esa incomodidad no como una idea, sino como algo más amplio. Una memoria física que me recorre el cuerpo y me trae de nuevo esa necesidad de acomodarme varias veces en la butaca, de apartar la vista de la pantalla y mirar para los costados, como si realmente no debiera estar ahí y pudiera ser descubierto vaya a saber por quién. Y otra vez la pregunta: ¿por qué tengo que ver esto? Por trabajo, esa fue la respuesta que me bajó de la cabeza al cuerpo, intentando ser tranquilizadora. Por trabajo. La pregunta volvió a repetirse varias veces en la secuencia siguiente. Martín va a un bolichito gay del que parece ser habitué. Después de tomarse unos saques en un baño roñoso donde otros contertulios intercambian libremente favores carnales, y luego de ver el show erótico entre una travesti vieja y un stripper musculoso, termina en la habitación de un telo con su amiga Guada, una travesti prostituta, y otro tipo al que conocieron esa misma noche. Entre ellos agotan casi todas las posibilidades de lo que un trío de esas características puede hacer, siempre delante de la cámara. Y yo ahí, en mi butaca, trabajando. Fue recién después de eso cuando pude abrir una puerta, aunque todavía no sabía si para entrar en la película o para salir de mí mismo.
La siguiente escena lo muestra a Martín volviendo a su casa de madrugada, en un estado al que podría definirse como de inconciencia ambulante. Tan arruinado, que no puede terminar de subir la escalera de su casa y tiene que tirarse a dormir en el rellano. Sentí tristeza y miedo por lo que pudiera pasarle al pobre tipo. Verlo así me hizo dudar, aunque todavía no estaba seguro de qué. Me bastó una escena más para saberlo. En ella Guada está sola en su habitación, en la pensión donde vive. Mientras mira la tele se come unas porciones de pizza a la napolitana, a las que prolijamente despoja de las generosas rodajas de tomate que las cubren. Después se peina, se viste, se arregla. Y otra vez a la calle. Esas dos escenas me despertaron. Ahí pude ver que La Noche, lejos de ser una película sobre el reviente y la sordidez de los bajos fondos del mundo gay, es una historia sobre gente sola, sobre el dolor, sobre la forma en que las compulsiones son capaces de esconder no sólo el deseo, sino también los propios sentimientos. Y que todas esas escenas de sexo, toda esa explicitud para mostrar los excesos de manera tan descarnada como natural, no eran sino un viejo McGuffin hitchcockiano. Una distracción, sí, pero no una pista falsa. Exactamente lo mismo me estaba pasando a mí al verla: lo que me incomodaba no era toda esa putez puesta en escena de modo tan visceral, sino otra vez el reflejo. Esta vez el de mis dificultades para reconocer mis deseos y sentimientos en muchas instancias de mi propia vida allá afuera, lejos del cine. (Sabrán disculpar el uso de la palabra putez, pero a diferencia de otros idiomas –como el inglés, que para casos así cuenta con una palabra muy oportuna como gayness—, el castellano carece por completo de un vocablo específico para definir estos menesteres.)
De golpe entendí que había dos personalidades, dos intenciones conviviendo dentro de La Noche. Dos líneas que parecían oponerse pero que en verdad corrían paralelas, una junto a la otra. Fue una epifanía. Recordé que cada una de las escenas de sordidez y descontrol que habían pasado hasta ahí, también habían tenido momentos de mucha ternura. Una ternura que se me había pasado por alto en medio de tanta genitalidad ensalivada y tanto nariguetazo, pero que ahí estaba, ahora me daba cuenta, esperando a que los protagonistas y los espectadores la reconozcamos para hacernos cargo de ella. También supe que en esos breves instantes había un amor que trascendía la ficción. Que Castro, el director, amaba a sus personajes y le dolían cada uno de sus desbordes y sus caídas, que lo atemorizaba la forma en que se ponían en riesgo de manera constante. El amor de un creador por sus criaturas que, lejos de la omnipotencia de otros dioses, no quería desentenderse de sus destinos. Ál contrario de muchos directores, para quienes sus personajes son apenas peones a los que es posible sacrificar en nombre de un fin mayor –como emocionar al público, por ejemplo—, Castro parecía depender de Martín y de Guada, y no al revés. Era él quien necesitaba que les vaya mejor y en lugar de utilizarlos para hacer que yo ría o llore de forma automática a costa de sus desgracias, me convenció para que los tomara de la mano y me permitiera caer con ellos hasta el fondo de ese infierno que parecía no tener salida.
En esa caída me angustió ser testigo de cada una de las situaciones por las que Martín se obligaba a transitar, cada una más triste que la anterior. Me reconfortó verlo ir de compras con Guada, y después a almorzar juntos, otra vez pizza. Me dolió verlo arrastrarse entre el Abasto y Once, ya bien entrada una mañana, tratando de conseguirse otro gramo de merca como si fuera el último (y tal vez lo fuera). Y me conmovió el final, que sin salirse de esa oscuridad opresiva, logra que toda esa ternura y ese amor que Castro fue dejando como un rastro de miguitas de pan a lo largo de la película, aparezcan de manera clara y potente, sin magia ni happy endings y sin resignar sutileza. Uno de los mejores finales que se hayan filmado en la historia del cine argentino, porque esas dos breves escenas justifican de sobra tanto dolor hecho cine, del mismo modo en que todo el calvario previo justifica la salvación de esas dos almas en pena. La Noche demuestra que, así en la ficción como en la realidad, un único y breve instante de felicidad alcanzan para compensar el sufrimiento de toda una vida.
Al contrario de lo que todos pensamos, no hubo ni polémica ni escándalo en el Bafici tras el estreno de La Noche. Lo que hubo en su lugar fue una marea de periodistas, críticos y espectadores conmovidos por la sensibilidad de una película extraordinaria, que sin dudas se merece el reconocimiento de alguno de los premios importantes de la Competencia Internacional, como los de Mejor Película o Mejor Director. Y si eso no ocurriera, ahí sí que habrá polémica y escándalo. Peor todavía: sería un afano. No importa que tan buenas sean las otras películas: La Noche es más.  

Artículo publicado originalmente en el sitio online La Agenda.

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