martes, 28 de febrero de 2017

LIBROS - "Niño enterrado", de Edgardo Cozarinsky: Un flâneur de su propia memoria

Siempre dispuesto a volver sobre el pasado, a recorrerlo mil veces y a encontrar cada vez un nuevo punto de vista para mirar los rincones ya conocidos, Edgardo Cozarinsky, cineasta y escritor, ha construido gran parte de su obra literaria y cinematográfica sobre ese divagar por las galerías de la memoria. No por nada la del flâneur es una de sus figuras favoritas. Tanto algunas de sus novelas y cuentos como sus ensayos y varias de sus películas, coinciden (insisten) en un puñado de núcleos temáticos cercanos a la obsesión. El exilo; la historia de la inmigración judía en la Argentina (que incluye la de su propio linaje); el tango y el cine como mapas sobre los cuales rastrear el paso del tiempo. Y la memoria, funcionando como conector que lo enlaza todo en el cuerpo de su obra. Dentro de ella, el reciente volumen de ensayos Niño enterrado tiene la cualidad, entre otras, de poner en evidencia que sus libros y películas no son entidades autónomas, sino un bloque homogéneo con un diálogo interno riquísimo y permanente. Una bibliofilmografía.
Esa unidad es puesta en evidencia ya en el segundo texto del libro, “Rastros”, en el que Cozarinsky resume los motivos y disparadores que lo llevaron a filmar su última película, Carta a un padre, por la que recibió una Mención Especial del Jurado en la edición 2014 del Bafici. Film y texto se articulan sobre la búsqueda que el autor comienza en torno de la historia paterna. Un recorrido que es a la vez geográfico (su padre nace en las colonias judías de Entre Ríos y hacia allá se dirige el director/escritor), íntimo (Cozarinsky intenta recuperar la figura de un padre al que lamenta no haber conocido mejor) y también histórico (la vuelta al pasado le sirve también para revisar algunos episodios como el golpe de Uriburu en 1930 o la obra del barón Hirsch).
Pero si Cozarinsky puede ser considerado un flâneur de sus propios recuerdos es porque antes ha sabido ocupar ese lugar en la vida, con el mundo como campo de batalla a recorrer. Niño enterrado también recoge una serie de instantáneas personales que lo llevan a deambular una vez más, casi siempre de noche, desde Plaza Miserere (Miserereplatz) a Berlín Este; de Montevideo a la Dublín de James Joyce; o de Cannes a Hollywood, entre otros destinos. En ellos siempre encuentra algún recuerdo que trasciende lo privado hacia una experiencia más universal, que el lector deberá buscar valiéndose de las herramientas de la poética. Porque, a pesar de ser ensayos, a los textos de Niño enterrado es mejor leerlos como poesía.
Ya desde el título el libro refiere a la infancia como primera tumba, la de aquel niño que alguna vez ha sido (“Decide vivir los años que le quedan como el niño que nunca fue”, confiesa en la primera página). A partir de ahí Cozarinsky escribe como quien mira hacia atrás, porque sabe que encontrará más tesoros en el camino ya andado que en lo que le queda por delante. La muerte se vuelve un tema inevitable y así relata la de su propia madre, cuyas cenizas se le adhieren a la piel cuando intenta vaciarlas en el mar. Pero no son sólo las personas quienes tienen la capacidad de morir, no sólo la vida orgánica acaba en un proceso de putrefacción que la vuelve uno con la tierra. Hay otras muertes. Como la de esos lugares que alguna vez se conocieron, hoy sepultados bajo las lápidas de una nueva arquitectura y cuyos fantasmas únicamente sobreviven en el recuerdo. Cozarinsky, claro, lo dice mucho mejor: “El cinematógrafo de la memoria ya está actuando como un arqueólogo aficionado, raspando la delgada superficie de la apariencia para descubrir otra, sin duda no menos frágil pero que lo seduce con el exotismo de los tiempos idos”.
Como ocurría en Nocturnos, otra de sus películas, Cozarinsky salpica el libro con citas ajenas que intercala entre sus propios textos y en esa decisión es posible reconocer un gesto de coraje. Está claro que cuando alguien se atreve a colocar su talento en pie de igualdad con el de autores como Robert Frost, J. Rodolfo Wilcock, Jorge Luis Borges e incluso el cuatro veces centenario William Shakespeare, lo que está haciendo es exponerse al riesgo de no dar la talla. Lejos del ridículo, sin prepotencia ni pretenciones artificiosas, cada texto de Cozarinsky legitima su lugar dentro de ese concilio de voces que él mismo se encargó de articular.

 Artículo inédito escrito originalmente para ser publicado en el suplemento Cultura de Diario Perfil.

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