jueves, 27 de julio de 2017

LIBROS - "El artista", de Alberto Laiseca: La liviandad de lo prescindible

Los libros malos, lo que se dice malos pero malos de verdad, al punto de llegar a ser indignos de su autor, en realidad son muy difíciles de encontrar. En primer lugar porque nadie los guarda: piénsese que un libro malo ocupa el mismo lugar que uno bueno y ya se sabe que, con excepción de aquella instalada en Babel, el de las bibliotecas es un espacio finito. Tratar de encontrar un libro malo se vuelve un poco más fácil en bibliotecas extrañas, nutridas por el gusto de los otros; algo así como buscarle las garrapatas a un perro o la paja al ojo ajeno. Por lo general se los suele encontrar de a montones en las librerías de usados, en las ferias de canje- compra- venta o en las mesas de saldos, que son el limbo de los libros, en donde lo que se acostumbra a buscar es lo contrario, una gema escondida entre la hojarasca literaria. La misión puede volverse más complicada todavía si la idea es colgarle ese sambenito a un libro escrito por un gran escritor. Y sin embargo, aferrados a la teoría del muerto en el placard, es imposible no terminar convencido de que “que los hay, los hay”. Solo hace falta liberarse al placer morboso de señalar con el dedo o de arrojar la primera piedra, y mezclando un poco de valentía crítica con una pizca de impunidad, jugarse a encontrar ese libro ignominioso que habita en la obra de cualquier autor, por bueno que sea.
Fallecido hace exactamente siete meses, Alberto Laiseca fue uno de los autores más particulares de la literatura argentina de la segunda mitad del siglo XX. El Conde Lai o el Mostro, como lo llamaban algunos, quién sabe si con su confianza y consentimiento, estuvo siempre fuera de la norma y sin embargo no es fácil montar el canon literario sin incluirlo. Self made man por naturaleza, Laiseca se construyó a sí mismo como ninguno de sus colegas y contemporáneos, no sólo como escritor sino también como personaje. No es difícil pensar que sus libros no necesariamente han sido muy leídos –no es secreto que ninguno de ellos fue un bestseller y que sus cuentos y novelas nunca salieron del gueto literario—, y sin embargo su rostro es uno de los más reconocidos del panteón de autores locales. En ello colaboraron sobre todo su papel como narrador televisivo de cuentos de miedo, en aquella serie de microprogramas que en la década de los ’90 se transmitía por la señal de cable I-Sat y, en menor medida, su participación como actor en las películas Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011, basada en un cuento propio) y El artista (2008), en todos los casos dirigido por la dupla integrada por Mariano Cohn y Gastón Duprat.
Esta última lo tenía como protagonista de una historia en la que el enfermero de un geriátrico entablaba una relación particular con uno de los viejitos internados, que a partir de algún tipo de demencia se encontraba incapacitado para hablar (la palabra “pucho” era la única que pronunciaba) pero tenía un extraño talento para el dibujo. Sin ser demasiado despierto, el enfermero sin embargo tiene la iluminada idea de llevar los trabajos del anciano a una galería de arte, para ver si tienen o no algún valor. Y a partir de una confusión que él mismo se encarga de no resolver, termina asumiendo la autoría de los dibujos del otro, convirtiéndose en el nombre de moda dentro del mundillo de los galeristas y el arte contemporáneo, sin tener el más mínimo talento. Laiseca interpretaba el rol de Romano, el viejito dibujante, y el cantante Sergio Pángaro el de Jorge Ramírez, el enfermero.
Basada en un guión de Andrés Duprat, hermano de uno de los cineastas y hoy director del Museo Nacional de Bellas Artes, El artista provocó cierto revuelo entre quienes la defendieron y quienes la atacaron, granjeándole al tándem de directores un nombre dentro de la escena del cine argentino. Pero además la película inspiró a Laiseca a escribir un libro basado en ella, hecho que si bien es infrecuente, ya que ese camino suele recorrerse en el sentido inverso, es decir de la literatura al cine, ocurre algunas veces. En la Argentina también puede mencionarse el caso de El hombre sentado, novela de Ariel Magnus inspirada en la película Canciones del segundo piso, del cineasta sueco Roy Andersson. El Artista se publicó dos años después del estreno de la película, con un prólogo de Luis Chitarroni, epílogo de León Ferrari y un breve dossier sobre el arte contemporáneo a cargo del propio Andrés Duprat.
Laiseca eligió narrar El artista desde el punto de vista de su personaje, ofreciendo una suerte de contraplano de la película, que le prestaba mayor atención a la historia de Ramírez. A diferencia de esta, cuya mirada y sentido del humor son más bien ácidos, corrosivos, el escritor vuelve a ofrecer su habitual menú de prosa engañosamente áspera y gracia arrabalera. En ella abundan palabras como “puto”, “boludo”, “conchaza” o “archipelotudez”, normalmente exiliadas del lenguaje literario pero que en Laiseca, lejos de constituir un liviano y gratuito acto de provocación, representan un potente rasgo de identidad. Asimismo consigue articular un discurso entre la lucidez y el desvarío, de fácil asimilación a cierto estado de la vejez en el que la mente empieza a ponerse floja de papeles.
Decir que El artista es un libro cuya lectura no se disfruta sería mentir, pero quizá su mayor (o su única) virtud sea justamente que lo ha escrito Laiseca y nada más. O nada menos. El viejo consigue ese estado de gracia que habita en el resto de su obra, pero eso no necesariamente alcanza para decir con convicción absoluta que se trata de un buen libro. Tan cierto como que tampoco es fácil calificarlo de malo, aunque su condición de “libro inspirado en una película” permite hacer una serie de observaciones que son habituales en los casos de películas basadas en libros. Porque si bien Laiseca ofrece un punto de vista distinto y un estilo narrativo que se encuentra íntimamente conectado con su obra, también es cierto que no le agrega al original más que unos pocos detalles que no terminan ni de cambiar el sentido del relato ni amplificarlo más allá de los límites propuestos por la propia película. Cuando el caso es a la inversa nadie duda en calificar a las películas inspiradas en libros como adaptaciones chatas o temerosas. Algo de eso hay en este trabajo de Laiseca, cuya obra mantendría su valor inalterable si se eliminara de ella a la novela El artista. Claro que no pasaría lo mismo si, por ejemplo, se hiciera desaparecer de su bibliografía a la monumental Los Sorias, una certeza que no hace más que subrayar el carácter nimio de su versión novelada del film de Cohn y Duprat. Y es que a veces un libro no necesita ser malo para ser, fatalmente, prescindible. 

Artículo publicdo originalmente en el Suplemento Literario Télam.

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